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Para tener ganas de salir adelante, no se estudia.

May 6, 2020 | Mercadeo en Red, Reflexiones

Con regularidad le llegan a conferir el poco, mucho, objetivo o subjetivo éxito que he llegado a tener en el Mercadeo en Red a cuestiones relacionadas con la suerte, el destino, a quienes me entrenaron o a mi relativa capacidad comunicativa. Según estas teorías, todo lo que tengo o lo que soy tiene su mérito en cosas que yo no controlo; una especie de ajedrez en el que la fortuna o la providencia me benefició por designio de los cielos. Una especie de «lotería divina». 

Esas afirmaciones distan mucho de la realidad y en ocasiones me generan una mezcla de sentimientos encontrados. Para quienes siguen afirmando estas teorías quisiera contarles una historia verdadera que me conmueve e inspira. Es la historia de quien fue mi estandarte y guía en mi vida, al igual que en mi carrera dentro de la industria del network marketing. Se trata de la vida del hermano de mi padre: Arturo Rodríguez Meléndez.

Mi tío estudió hasta  4o. grado de  primaria ya que era un niño rebelde: se  brincaba  la barda de la escuela  y  se  iba  al  Mercado  Juárez, en su natal Torreón, Coahuila, México, a  ganar su dinero porque el oficio de su padre (mi abuelo) era el de relojero y no alcanzaba para mucho. En ese lugar cargaba  bolsas, canastas y  pelaba  tunas (fruto dulce pero espinoso de una clase de nopal). Realizó también otros trabajos,  como  lavar  carros y vender periódicos. Debido a ese temperamento «poco dócil», mi abuelo decidió mandarlo a la edad de 12 años a un taller mecánico con un señor de apellido Delgado. Cuando  él  recibió  su  primer  sueldo lo  repartió en tres partes: una para mi abuela, otra para  ahorro y la tercera para gastarlo en sus cosas.   

Se casó muy joven y con pocos meses de relación, se fue a Cd Juárez, Chihuahua, México, con mi tía Hortencia, a iniciar una nueva vida. Ahí conoció al Sr. Ibarra, con quien cultivó una amistad que duraría toda su vida, y donde se inició en el campo de las máquinas de torno. Estuvo  cinco  años en esa ciudad, época  en  la  que  nacieron sus dos primeras hijas: Hortencia y Mayela.  Después, regresó a Torreón a  Talleres Potisek, primero como barrendero y luego como  tornero (persona que opera un torno para hacer piezas de metal). Ahí tuvo un accidente que le cortó uno de los dedos de la mano. Sin embargo, siempre  aspiró  a  algo  mejor. Fue siempre un hombre con ganas de salir adelante (y para eso no se estudia). Pasó así por varios puestos como obrero, luego supervisor, subgerente y,  con  el paso  del  tiempo, llegó a comprar  las  acciones  al dueño de esa empresa, de la cual se hizo propietario de forma admirable. La de mi tío es una historia digna de inspirar a cualquiera.

En alguna ocasión le sugerí que contratara a un escritor para que le redactara un libro con su biografía pero, no se porqué, no le pareció una buena idea. Hoy más que nunca creo que hubiera sido algo maravilloso. Por esta razón he decidido contarles esta historia, como un breve homenaje a su calidad humana y empresarial.

Cuando  empezó  a  ganar  dinero sólo pensaba en ayudar a sus padres y fue así que con gran orgullo le compró a su mamá la primera estufa. No quería que les hiciera falta nada. Fue en vida muy generoso con sus hermanos y la gente que quería, aunque con regularidad comentaba que muchas personas tenían poca memoria.

En una ocasión le  propusieron  ser  Presidente  Municipal y,  aún  cuando  le  gustaba  la política, no aceptó. Sin embargo, junto  con  otros empresarios, llevaron a cabo los trámites  para  formar  lo  que  es  hoy en  día La  Ciudad Industrial de Torreón. Fue presidente  de  la Canacintra  (cámara de industriales muy reconocida en México)  y  en  sus  viajes  a  la  ciudad  de  México  conoció  a  varios  Presidentes  de la República,  con quienes mantenía una relación de respeto, pero también de crítica (que en aquellos tiempos políticos en mi país era algo peligroso).

Su fábrica llegó a ser una de las más reconocidas y exportaba a otros países guías para válvulas (una parte especializada que está en todo tipo de motor). Inclusive ganó un premio que una reconocida empresa de ferrocarriles de Chicago, Illinois, le concedió por la calidad de sus productos. Estas piezas las fundía en sus hornos con las aleaciones que el diseñaba y que luego torneaban sus cientos de empleados. Recuerdo todavía el ruido intenso de la fábrica y el olor a acero sometido a fricción, cuando llegué a visitarle. «¿Puedes imaginar lo que una persona con ganas de salir adelante es capaz de hacer?» me afirmaba con regularidad mientras me mostraba «sus juguetes». Todo lo consiguió prácticamente sin formación académica, tan sólo con aquella formación que da la vida y la experiencia. Fue  un  luchador incansable. 

Lo recuerdo siempre como un hombre grande y de mucho carácter. En ocasiones se reía conmigo cuando íbamos a un restaurante elegante y, tanto meseros como comensales, se dirigían a él como «Ingeniero Rodríguez».  «Si supieran que llegué hasta cuarto grado solamente» me susurraba con cierto aire de complicidad. Su pelo cano contrastaba con su corpulencia y voz firme. De pocas palabras y muchas acciones, mejoró su vida y la de quienes le rodeaban a través de los frutos de su trabajo. En muchos momentos duros en mi carrera dentro del Mercadeo en Red siempre llegué a preguntarme: «¿Qué hubiera hecho mi tío en este caso?

Era  un  visionario y un trabajador incansable. Siempre  estaba  creando  algo.  Aún  en  sus últimos  días  estaba  pensando  cómo  hacer  nuevas piezas y mejorar sus procesos de producción. Cuando yo era adolescente el decidió apoyarme en mis estudios y me pagó una universidad privada. Fue la única persona que me apoyó en aquellos años difíciles y yo le estaré eternamente agradecido. Su ejemplo me enseñó mucho más que todo lo que escuché en los salones de clase.

En una ocasión, cuando era un niño, me comentó que en el pináculo de su carrera empresarial, le propuso a su mamá llevarla a Europa de vacaciones pero era ya de una edad tan avanzada que no quiso o no pudo acompañarle. «Estoy ya muy cansada, mijito», le dijo. Esto fue muy frustrante para él. Fue entonces que me expresó conmovido: «Hubiera dado todo lo que tenía porque mi mamá tuviera más salud y más vida para que disfrutara de esta vida que ahora le puedo dar». Ahí me di cuenta que el tiempo no perdona y, en cuanto pude, empecé a llevar a mi madre de viaje. Gracias a esta lección, mi mamá Licha ha conocido ya 13 países (Gracias a la vida que me ha permitido gozarla y verla gozar conmigo).

A mi tío siempre le caracterizó su determinación. Se dice que un  día  decidió  ir  al  Paso,  Texas,  de vacaciones con su esposa y dos hermanas (mis tías) que, por cierto, no tenían pasaporte. Les dijo: «Yo las llevo, pero se van a ir en la cajuela, así que no hablen ni se muevan». Cuando estaban cruzando la frontera el agente de migración norteamericano le preguntó: ¿qué lleva? y el contestó: «Solamente unas viejas» (expresión coloquial en México para referirse a las mujeres) y el agente solo respondió: «pase».

En una ocasión, teniendo ya ciertos resultados positivos en mi negocio de Mercadeo en Red, tuve oportunidad de visitar Torreón, Coahuila, con motivo de la impartición de un seminario y aproveché la oportunidad para visitarlo. Recuerdo que le dio especial gusto verme. Le sorprendió que me hubiera rasurado la cabeza. «Tu no eres mi sobrino» afirmó cuando me vio, lo que generó en mi una sonrisa y le contesté: «Pero si soy». Esa mañana me dijo: «Te voy a hacer una cena con todos tus primos esta noche» y fue entonces que me pidió que le acompañara al supermercado a comprar los alimentos. Como si volviera a ver a ese niño travieso y rebelde, le vi robarse unos dulces que se comió frente a un supervisor de la tienda y que, como aquel agente de migración, se le quedó viendo y no le dijo nada. Ya en el camino de regreso a la oficina que me preguntó por mi negocio «ese que tanto has luchado por construir». Fue entonces que le expliqué un poco lo que estaba haciendo, y cuando le dije lo que ya ganaba al mes, observé como abrió los ojos mientras iba al volante y me volteó a ver; noté cómo se le «aguaron» los ojos y me expresó en un tono inusualmente tierno: «Hijo, qué orgulloso estoy de ti». A mi se me hizo un nudo en la garganta y seguí mirando hacia la calle.

Esa noche fui a su casa y, efectivamente, ahí estaban todos mis primos y sobrinos –que ni conocía– en cantidades industriales. Le agradecí reiteradamente el gesto y sólo alcanzó a expresarme: «es lo menos que te mereces». De pronto, lo dejé de ver y me comentaron que se había ido a dormir porque se sentía mal. Me asomé a su recámara para ver si todavía estaba despierto y se encontraba ya acostado, con la luz apagada. Nunca más lo volví a ver ya que esa «molestia» que el sentía (y que nunca me dijo) era la de un cáncer en los huesos y que acabó con su vida meses después.

El, siendo «tornero» en su industria, también lo fue en la vida. Tomó en toda su existencia sus sueños y con trabajo y pasión, los labró, moldeó, pulió y dio forma mientras pudo. Lo mismo deberíamos hacer nosotros mientras nuestros corazones sigan latiendo.

Gracias, tío Arturo, donde quiera que estés, por haber creído en mí a pesar de no haber sido tu hijo. Gracias por haberme enseñado que lo importante en la vida no es de dónde vienes sino a donde vas, que el ejemplo es el único método de enseñar y sobre todo, que los sueños se hacen realidad para quienes luchan incansablemente por ellos. Deseo que donde te encuentres, sigas robándote los dulces, pelando tunas y desde allá ayudando a quienes todavía en esta vida tenemos una historia que escribir.

Nota: Acabo de terminar de escribir este artículo en la habitación de un hotel de la Ciudad de México (una de las ciudades con mayor número de habitantes en el mundo). Decidí ir a cenar. Me subí al elevador y conmigo ingresaron un señor y dos señoras de más de 65 años de edad cada uno. Les desee buenas noches y ellos contestaron. Una de las señoras me preguntó: ¿De donde eres? De Sonora, contesté. ¿A sí? Nosotros somos de Torreón, Coahuila. De ahí era mi papá, los comenté. ¿Y cómo se llamaba? Se llamaba Mario Rodríguez Melendez. Y en eso el señor me dijo: «Yo era amigo de Don Arturo Rodríguez Melendez, quien tenía una fábrica de guías para válvulas». Cuando escuché eso, me entró un escalofrío que me recorrió el cuerpo pero que me llenó a la vez de alegría ya que, a lo mejor, fue una forma de mi tío de decirme que ya me había leído.